Hay algo extraordinario en la última película de Pixar, Del revés, algo que ha arrastrado a millones de espectadores del planeta a las salas de cine y que hace salir de ellas a muchos niños con la impresión de haber visto una narración nueva y reveladora. Pero no es fácil saber qué es. Superficialmente se trata de una historia ya vista, o de la suma de varias historias ya vistas, entre ellas el Viaje fantástico de Isaac Asimov, donde una tripulación miniaturizada se introducía en el flujo sanguíneo de un paciente y tenía que esquivar a sus glóbulos blancos, y desde luego a la Alicia de Lewis Carroll, que también estaba viajando, de un modo más alegórico, por la mente de una niña. ¿Qué es lo extraordinario, entonces?

Es habitual presentar los orígenes de la física moderna –Copérnico, Kepler, Galileo y las ascuas de Giordano Bruno— como un conflicto contra la superstición y el dogma religioso, pero la neurociencia actual está librando una batalla épica contra inercias mucho más poderosas, contra unas resistencias que no están escritas en ningún texto sagrado, sino incorporadas de serie en cada uno de nosotros, y que por tanto son tan viejas como la especie misma. Nuestra consciencia, ese hilo narrativo único, lineal y movido por la razón y el libre albedrío que todos experimentamos cada minuto de nuestras vidas, es un engaño aún mayor que todos los delirios de los chamanes. Y esa es la religión que la ciencia necesita derribar ahora.

Un siglo de neurología ha demostrado más allá de toda duda razonable que la mente humana es el resultado de la actividad frenética de cientos o miles de procesadores especializados y localizados en regiones concretas del cerebro. Por eso las lesiones locales, producidas por un accidente, un ictus o un tumor cerebral tienen unos efectos tan asombrosos: pueden eliminar no solo la zona izquierda del campo visual, sino también la de su recuerdo, o destruir la empatía, la aritmética o la capacidad para formar frases sintácticamente correctas sin tocar nada de lo demás.

Tal vez la evidencia más chocante y contraria a la intuición sea el resultado de la separación quirúrgica de los dos hemisferios cerebrales, que se ha usado a menudo para aliviar los casos más graves de epilepsia. Los pacientes parecen por completo normales después de esa operación, pero basta someterles a unas simples pruebas de psicología experimental —donde un tabique separa su campo visual derecho del izquierdo, por ejemplo— para darse cuenta de que en realidad ¡se han convertido en ‘dos personas distintas’!

Como el lenguaje está situado en el hemisferio izquierdo, una de esas personas sabe hablar y la otra no. Peor aún: el hilo conductor de la consciencia, el ‘narrador’ de nuestra vida, también está situado en el hemisferio izquierdo. La otra persona (la persona derecha) pierde el hilo por completo. Los detalles son fascinantes y pueden leerse en un libro recién aparecido del gran neurólogo Michael Gazzaniga, Relatos desde los dos lados del cerebro (Paidós), que recomiendo con vehemencia a toda persona interesada en las paradojas de la mente humana.

Entre todos esos diablillos que constituyen nuestra mente, Pete Docter, el escritor y director de Del revés, ha elegido centrarse en las emociones, y lo ha hecho de una manera muy efectiva: caracterizándolas como personajes antropomorfos. Dentro de la mente de Riley, la niña protagonista, moran la alegría, la tristeza, el miedo, la ira y el asco, y allí discuten y pelean, observan el mundo externo y reaccionan a él, y de un modo u otro guían el comportamiento de Riley. Sin que ella sepa nada de eso, naturalmente.

En la sociedad tradicional, y en el pensamiento convencional, las emociones suelen tener muy mala prensa. Lo que está mal visto no ya es mostrar las emociones, sino el mero hecho de tenerlas, dejarse llevar por los instintos animales y así carecer de la voluntad necesaria para reprimirlos, no ser más que un pelele, la tercera división de la liga biológica o filosófica. Pero esto no es más que un error fatal.

Sin dolor no hay forma de protegerse del daño, sin alegría no hay por qué levantarse de la cama, la incapacidad para sentir el miedo, la ira o el asco nos convierte en zombies, robots de carne que parecen humanos pero que no son sino su sombra en la pared, máquinas diseñadas para persuadir al incauto de su naturaleza racional. Las emociones son la brújula de nuestro comportamiento. Los estudios que abordas, las ideologías que sigues y el trabajo que definirá tu biografía son una secreción directa de tus emociones sobre la que no tienes ningún control. Quizá por fortuna.

Eso es lo que muestra la película de una forma elocuente. Eso es lo extraordinario de esa historia aparentemente convencional.

Docter, naturalmente, ha buscado el asesoramiento de psicólogos solventes para construir su historia, aunque luego les ha hecho el caso que ha considerado oportuno. Ha hecho bien, porque el cerebro humano es una maquinaria demasiado enrevesada para representarla en una pantalla de cine, y lo seguirá siendo mientras no lo entendamos más a fondo. Con todo, es obvio que el director se ha metido en un berenjenal considerable, y en ocasiones sus metáforas resultan algo farragosas y difíciles de seguir.

Pero sale airoso en su principal propósito, que era explicar lo que le ocurre a una niña en esa edad difícil de la preadolescencia. Las cosas dejan de ser alegres o tristes, terroríficas o irritantes, y empiezan a adoptar una naturaleza combinada y compleja, matizada y relativa, en paralelo con la maduración de la protagonista. La vida misma.

No tiene usted por qué ver la película. Pero deje al menos que la vea su hija: crecerá con menos prejuicios que usted sobre las revelaciones de la neurociencia.

Fuente: El País; Javier Sampedro